martes, 3 de mayo de 2011

Rarezas, confesiones y minimisterios

No soporto los guisantes en el arroz, los aparto y los pongo en un montoncito en el borde del plato. Adoro los guisantes con jamón.


Me ponen muy nerviosa las películas que acaban con un final "acojonantemente bueno", lo que implícitamente significa que te deja descolocado y que tienes que inventarlo o presuponerlo tú solito. Sí, me gusta que si los protagonistas acaban juntos, salga la boda, y si puede ser, los dos meses posteriores a ella. Necesito saber que todo estará bien, que el embarazo llegó a término y que el vecino asesino está bien muerto y enterrado.


Odio la coca cola, sólo me gusta del tiempo y sin gas o con mucho whisky.


Me encantan las plantas en casa, pero siempre se mueren o dejan de tener las flores maravillosas que me convencieron para comprarlas. Estoy tan frustrada que he recurrido a mi infancia y he plantado lentejas con algodón como en el colegio. Sorprendentemente, siguen vivas y cada día más grandes. En el colegio nunca me explicaron qué hay que hacer ahora.


Confieso: una vez, hace demasiados años, me compraron un muñeco nuevo, y marginé en el más absoluto abandono al anterior, hasta el punto de inventarme en mis juegos que era adoptado y que no le quería tanto como a su hermano biológico. Nunca sabré de dónde me salía esa crueldad. Prometo que hoy no soy así.


Cuando era pequeña, por regla general, cortaba el pelo a mis muñecas casi recién estrenadas (como para hacerlas más mías, supongo). Las dejaba tan horribles a las pobres que no volvía a mirarlas y se convertían en las malas de mis aventuras. No sé cómo coño le ponen el pelo a las muñecas pero aunque lo intentes con esmero NUNCA se iguala


He de reconocer que a mis 27 años, mi marido sigue regalándome muñecas; la última, la Barbie Classic. No me pude resistir, arrastrando aquel trauma de la niñez, la lavé el pelo con champú y mascarilla y me envalentoné con las tijeras, con el firme pensamiento de "esta es la mía". Repito: No sé cómo coño le ponen el pelo a las muñecas pero aunque lo intentes con esmero NUNCA se iguala. Por suerte a esta edad tengo más recursos y le he diseñado un turbante estilo años 30 con unos pantys viejos que disimula casi por completo el desastre. No he vuelto a sacarla del baúl. 


Siempre me consideré amante de los animales. Hoy, haciendo un repaso, me considero irresponsable e incluso asesina. Tuve peces (unas cuatro veces) murieron porque siempre me parecía que tenían cara de hambre y supongo que se empacharon; tampoco me gustaba limpiar la pecera, olía mal. Tuve un periquito, por despiste se quedó  en el porche y le cayó la lluvia del siglo. Sobrevivió, hasta que se me ocurrió que tendría frío y lo sequé con el secador del pelo. Murió achicharrado. Tuve un conejito blanco; lo dejé en su maravillosa jaula al sol y al día siguiente estaba literalmente FRITO. Tuve una cobaya a la que solía soltar por el jardín, un día fui a acariciarla y sólo era el pelo; se la había comido mi perro.


ME ENCANTA ABRIR COSAS NUEVAS. Y creo que no sólo me pasa a mi. Analizadlo. 
Un montón de veces me descubro a mi misma diciendo "déjame que lo abra yo" o "yo lo abro" o "me dejas abrirlo?". O miro con una especie de impaciencia deseosa a quien lo está abriendo a mi lado. Promete que nunca has tenido una ridícula discusión de "yo lo abro" "no, déjame a mi, yo lo he cogido primero". Y no hablo sólo de un regalo o de la caja de tu nuevo equipo de música... Abrir lo que sea, incluso una carta del banco que ni siquiera es para ti, una lata de berberechos, un paquete de pilas, el bote de mermelada... ¿Por qué será? ¿es de nuevo la búsqueda de una mini-satisfacción? ¿pero por qué nos satisface deshacer una cama recién hecha o sacar una revista del plástico que la envuelve?


Otro minimisterio más del complejo e incomprensible ser humano.


lunes, 2 de mayo de 2011

Un mes y diez días...

Qué rápido pasa el tiempo, con qué velocidad los minutos se vuelven horas y las horas se vuelven días. Con qué facilidad, como si nada, los días se amontonan en semanas y se quedan atrás, en forma de mes. Siempre me fascinó el tiempo, y tengo la certeza de que siempre seguirá haciéndolo.

Me lo imagino como una alfombra infinita, que avanza constante bajo mis pies, como una cinta caminadora. Una alfombra que tras de mí carga viejos estampados, pero que se vuelve blanca y ligera frente a mis ojos. Por esta alfombra puedo caminar sólo hacia delante, pero con la mente y el corazón, puedo hacerlo también hacia atrás.

Caminando hacia delante puedo pintar mi alfombra como yo quiera, colorearla en tonos pastel o emborronarla de negros y grises; en cambio, si lo hago hacia atrás, sólo puedo mirar y aprender, con lágrimas en los ojos o con una sonrisa de oreja a oreja.

Cuando camino hacia delante suelo tropezar, me caigo y me levanto, corro, salto de alegría, siento que vuelo y me deslizo casi sin esfuerzo,  o a veces me quedo quieta, clavada, estancada y viendo cómo mi alfombra sigue su ritmo, sin esperarme, sin tenerme en cuenta, pero siempre, siempre, a la misma velocidad y en el mismo lugar bajo mis pies.


Me gusta sentir cómo los latidos de mi corazón se mueven al ritmo de esa alfombra incansable. Me gusta sentir que avanzo, y que a mi espalda los colores se mezclan en armonía tejiendo un pasado de luces y sombras en las que reconocerme por muy lejos que esté.


Este mes y diez días sin actualizar mi blog, he querido correr demasiado deprisa, hacer un millón de cosas y adelantarme a algo que todavía no sé bien qué es. No os lo recomiendo. No hay prisa. Sólo tenéis que encontrar el ritmo de vuestra alfombra y caminar con él, un ritmo que os lleve hacia delante pero que a la vez os permita pasear y mirar, tanto a vuestro al rededor como hacia dentro de vosotros.